Por Ignacio Alvarado Álvarez
Fue un atentado criminal, un acto de terrorismo, dicen algunos. Provistos de bombas molotov, tres individuos penetraron la madrugada del lunes 22 de marzo de 1999 a la cervecería La Brisa, y tras robar algo de dinero arrojaron los cocteles para generar un incendio que en pocos segundos destruyó todo.
El viejo establecimiento, convertido en un foro vanguardista de expresión literaria desde principios de la década, exhibe la ruindad del ataque: techo, paredes y mobiliario apenas se sostienen, y por las ventanas se ven lenguas de tizne, nacidas de los fogonazos de ese día.
“Esto es deprimente, han destruido todo sin misericordia”, dice Susana Rodríguez, la administradora de la cervecería y coordinadora de un programa de prevención del Sida, auspiciado por la Federación Mexicana de Asociaciones de Planificación Familiar (Femap).
La agresión ha desencadenado teorías diversas entre promotores de cultura, literatos, pintores, historiadores, actores y autoridades, pues sus características, afirman, no son comunes.
“Si hubiera sido una cantina como cualquier otra no se hubiera dado un ataque con una bomba, una agresión tan calculada”, dice el escritor Alfredo Espinosa, quien un par de ocasiones leyó sus textos en La Brisa.
Ubicada en la esquina de las calles Acacias y Abasolo, en el centro de la ciudad, La Brisa, en su austeridad física, fue escenario para lecturas de cientos de poetas y cuentistas, entre ellos Alí Chumacero y José Agustín, y sirvió de foro para músicos, pintores y compañías de teatro.
“Era uno de los muy pocos espacios en los que se ha conciliado la llamada ‘alta cultura’ con lo que se ha dado por denominar como ‘cultura popular’. Era un punto de convergencia, sin prejuicios”, dice el poeta Enrique Cortazar, director del Museo del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).
Por eso, agrega, el ataque no puede verse como un acto de simple vandalismo.
“Debe entenderse no sólo como una agresión a un establecimiento comercial, sino a la cultura misma. Debe, por fuerza, generar una condena airada ante un hecho de por sí absurdo”, reclama.
Poemas con tacón dorado
En 1989, la Femap decidió extender uno de sus programas de prevención a la zona turística de la ciudad, y auspició pláticas, conferencias y distribución de preservativos entre prostitutas y adictos que ahí convergían.
El centro de reunión para educar a las trabajadoras sexuales fue La Brisa, una cervecería hasta entonces concurrida únicamente por vagos del sector. Un año después, en 1990, surgió la idea de hacer de ella un espacio de expresión cultural.
“Nos tomamos muy en serio aquella frase de (André) Breton que decía: ‘la poesía está en la calle’. Y entonces se nos ocurrió llevarlo a la práctica”, dice la socióloga Graciela de la Rosa sobre el origen de un proyecto que cambiaría el arquetipo de los foros culturales en Chihuahua.
En conjunto con el poeta Miguel Ángel Chávez (premio Carlos Pellicer 1998) y el músico de rock Daniel Montañez, De la Rosa consiguió inaugurar la primera velada literario-musical en agosto de ese año.
El plan, simple como leer poesía y cuento para rematar con la estridencia de un rock and roll, exaltó las creaciones de literatos desconocidos y alentó a quienes jamás habían redactado sus emociones.
“El fenómeno fue interesante porque, por ejemplo, empezaron a aparecer prostitutas entre el público, que incluso hacían preguntas sobre los textos que la gente leía. Llamaba mucho la atención porque se juntaban cholos, cantineras ya mayores, y todos iban a oír poesía”, recuerda Miguel Ángel Chávez.
En una zona en la que difícilmente sus habitantes tienen acceso al arte y carecen del hábito de la lectura, fue sorprendente la interacción que tuvieron estos diez años con los artistas.
“La Brisa, en tierras bárbaras, donde la cultura es poco valorada, se convirtió en el centro cultural de vanguardia. La poesía era leída entre la gente que está a la misma altura que el poeta: los ebrios, las prostitutas y los vagos. En ello se recuperaba la bohemia”, dice Alfredo Espinosa.
Cargada de nostalgia, de reclamo por el pasado, la cervecería enfrentó a escritores consumados con críticos surgidos del populacho, encumbró momentáneamente a desconocidos y escenificó un par de encuentros de letras chicanas.
“Fueron encuentros maravillosos porque fueron chicanos que nacieron en esos barrios, y que se habían pasado al lado americano y ya educados regresaban al barrio con un mensaje poético”, describe Graciela de la Rosa.
Ahí, también, los mineros de Santa Bárbara llegaron a pedir ayuda, y se abogó, en más de una ocasión, por los derechos humanos.
Bombas para una letra
El peritaje elaborado por el Departamento de Bomberos concluyó que los criminales rociaron de gasolina el local para luego prenderle fuego.
El dictamen por sí sólo habla de un ataque premeditado. Y eso es lo que más inquieta a quienes vivieron de alguna forma ligados a la era de La Brisa cultural.
“Cualquier tipo de agresión y actividad delictiva, venga de quien venga, es altamente criticable”, dice Enrique Cortazar. “El incendio es un acto incalificable, de violencia absurda”.
Cortazar, lector él mismo varias ocasiones en ese foro, no tiene elementos para hacer una acusación, confiesa, pero no deja de asombrarse.
“Uno podría imaginar miles de circunstancias y causales. Nosotros podemos ver, sin embargo, lo absurdo del hecho”, declara.
Cortazar, junto con el poeta Jorge Humberto Chávez Díaz de León, también funcionario del Museo del INBA en Ciudad Juárez, es responsable de un desplegado en el que medio centenar de artistas, académicos e intelectuales repudian el atentado contra la cervecería.
Titulado “La Brisa en las brasas”, el desplegado es una condena a un acto condenable.
“Cuando la brutalidad carece de límites y la violencia y la destrucción se imponen en una sociedad, es necesario alzar la voz y exigir castigo para quienes personifican la brutalidad y la barbarie, sin que importe el objetivo de dicha brutalidad ni quien la ejerza”, dicen.
Los 51 firmantes exigen una investigación seria, a la altura del atentado, pues La Brisa fue “un lugar donde la buena fe y las más nobles expresiones del espíritu tenían un espacio para expresarse y ser compartidas”.
La madrugada del ataque, Susana Rodríguez dormía en su casa, a poca distancia de la cervecería, cuando fue avisada del incendio.
“Fueron los vecinos y me dijeron: ‘¡Ándele Susana, se está quemando su negocio!’ Cuando llegué, ya no había nada qué hacer”, cuenta con el ánimo abatido y los nervios destrozándole el estómago. “Sentí una cosa horrible, comencé a vomitar y a temblar hasta que amaneció”.
Graduada como enfermera, una carrera que cursó a partir de las veladas literarias como muchas otras de sus compañeras, Rodríguez fue presa del miedo una vez que los bomberos le dijeron que el fuego había sido provocado. Acudió al médico para que le recetara calmantes, pues cree que el atentado no es cosa de viciosos ni rateros.
“Ya antes nos habían robado lo poco que teníamos, pero la cosa no pasaba a mayores. Por eso esto me desconcierta, me da miedo”, confiesa sentada en una de las bancas achicharradas del negocio en penumbras y ruinas.
En las observaciones que hizo ella misma, encontró elementos que justifican su temor, las fotografías que testimoniaban el paso de celebridades de la literatura en su negocio, fueron arrancadas de las paredes y amotinadas sobre la barra con el único fin de iniciar el fuego desde allí.
Los tres individuos –“vestidos como cholos”, según una testigo–, destruyeron primero la caja de una rockola para sacar el dinero. Eso fue lo único que robaron antes de estrellar las botellas con gasolina que, dice la mujer que los vio, traían consigo cuando destrozaron el candado de la puerta para internarse a la cervecería.
Rodríguez desata también sospechas. Piensa en los propietarios de centros nocturnos cercanos a la cervecería que veían en La Brisa “una cueva de izquierdistas”, y en las agresiones que, en un momento dado, pudiera provocar la presencia de prostitutas en su local, cuando van a sus pláticas.
Pero, no tiene certeza ni en lo que siente:
“Siento todo a la vez: me da mucha tristeza, me da sentimiento, coraje. Y es que a nadie le hago daño, al contrario, hemos ayudado a mucha gente”, dice.
“El acto es lamentable por lo que La Brisa representaba en términos de cultura”, dice a su vez Daniel Montañez, uno de los fundadores de la cervecería como foro de expresión artística. “Esto, cualquier que haya sido el trasfondo, es una agresión al rubro de la cultura. Ahora, si el fondo es político, mucho más grave todavía”.
La posibilidad de que exista una orden oculta, es algo que molesta sobremanera a la clase intelectual del estado.
“El común denominador es que es una agresión en contra de manifestaciones, tal vez sean éstas políticas o sean artísticas o culturales; es un atentado contra nuevas búsquedas y nuevas organizaciones populares que buscan entender los aspectos sociales y artísticos de otro modo”, dice Alfredo Espinosa.
El escritor tuvo una experiencia que le permite la suspicacia. La primera de las dos ocasiones en que leyó en La Brisa, vivió un operativo policiaco. Los agentes que irrumpieron en plena sesión literaria lo obligaron a pararse, y tras una revisión minuciosa lo dejaron en paz.
“Lo único, que encontraron fue poesía, que al parecer resulta ser una droga o un arma tan peligrosa como las que ellos buscaban”, dice mordaz.
Con él coinciden todos quienes acudieron a la cervecería durante la década.
“A mí me parece que un incendio provocado es un acto terrorista”, sentencia Graciela de la Rosa. “Creo que en Juárez debemos parar este tipo de cosas vengan de donde vengan y sean quienes sean los agresores”.
“Las autoridades deben encontrar a los culpables porque, acordémonos, una vez que dejemos que la violencia se desate, nos afectará a todos; no es verdad que sólo nos afecte a uno, y de eso hay ejemplos históricos. Ahora sí, como decía el poeta español Blas de Otero: ‘vendrán por mí, por ti, por todos’”.
(Domingo 28 de marzo de 1999)
- En la foto aparecen Rubén Mejía, Humberto Medellín, Agustín García y Carmen Amato, durante una lectura de poesía en La Brisa.