Por Oswaldo Zavala
¿Cómo era posible que aún después de la caída del mayor traficante de la historia de México y la declaración oficial del fin de la “guerra contra el narco” sigamos hablando, precisamente, de “guerra” y de “narcos”? ¿Por qué, ante un gobierno que se proponía pacificar al país, aumentaron los homicidios y continuó la militarización para “suplementar” las “tareas de seguridad”?
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Comencemos a responder estas preguntas comprendiendo primero que el fenómeno del narcotráfico en México ha estado siempre determinado por el lenguaje, por narrativas que imaginan organizaciones criminales que se convierten en el enemigo doméstico para justificar un conflicto armado.
Por más de cuatro décadas, el sistema político mexicano,
aunque en una inestable, contradictoria y hasta
accidentada sintonía con la agenda de se- guridad estadounidense, ha logrado imponer la narrativa sobre el “narco” que la sociedad en general ha aceptado como la explicación dominante para comprender los altos índices de violencia en el país. Como argumenté en mi libro Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México (2018), se trata de un relato efectivo por su simpleza conceptual que yo denomino narconarrativa y que puede reducirse a la siguiente aseveración: los “cárteles”, con un “gran poder” —económico, social militar—, ante “la ausencia y debilidad histórica del Estado mexicano”, desataron una guerra por el control de las rutas y las plazas del mercado de la droga, provocando “una tragedia de dimensiones colosales”.
La narconarrativa ha sido aceptada primero por la mayoría de los periodistas que reportan el fenómeno reproduciendo fuentes oficiales y legitimando como real las estrategias de seguridad de los gobiernos de México y Estados Unidos. La clase intelectual y creadora de ambos países ha adoptado a su vez la representación oficial del fenómeno según aparece en los medios de comunicación. Incontables novelas, películas, canciones, estudios académicos y piezas de arte conceptual reiteran la misma narrativa para atribuir a los supuestos “cárteles” toda responsabilidad de la corrupción y violencia generalizada en México. De ese modo, la narconarrativa permite a la clase política designar un enemigo permanente que justifica la militarización de la sociedad y el estado de excepción que violenta los derechos de la ciudadanía.
Trágicamente, en el país donde se ha experimentado una siniestra campaña de exterminio por la que han muerto mujeres, jóvenes y niños, la opinión pública sigue creyendo en el relato oficial y culpa a los “cárteles” y sus interminables guerras. Las instituciones de Estado, en México como en Estados Unidos, utilizan también al “narco” para deslindarse de su participación en el crimen organizado y en las economías clandestinas de ambos países.
La violencia es real, pero la explicación oficial dominante es un ardid político, una fantasía redituable que permite a las autoridades ejercer la más cruel violencia en contra de la población, pero siempre legitimada por la reciclable trama de la “guerra contra el narco”.
La narconarrativa también convalidó, desde luego, el proceso judicial en contra de Guzmán Loera. En un gesto espontáneo de metaficción, por ejemplo, el actor que hace el papel de “El Chapo” en la popular serie Narcos: México, producida por Netflix, estuvo presente entre el público del juzgado para estudiar a su personaje. Varios de los miembros del jurado admitieron que la única información que tenían del traficante provenía precisamente de otra exitosa serie de Netflix: El Chapo.
Menos que un proceso para determinar su culpabilidad, el juicio fue el espacio donde se visualizó la contradictoria, pero no menos efectiva, narconarrativa. Por un lado, se nos asegura que México es un país tomado por un sofisticado traficante. Por el otro, ese mismo traficante se nos presenta como un rústico delincuente presa de sus más arrebatados instintos, protagonista de una patética vida picaresca y traicionado hasta por el más insignificante de sus colaboradores para terminar hundido en una prisión estadounidense. Será el “jefe de jefes” hasta que los medios de comunicación “descubran” que un nuevo “jefe de jefes”, el “verdadero”, permanecía oculto en las sombras y ahora emerge a la luz pública como la privilegiada mente criminal que lidera una insondable organización trasnacional que hace circular droga, dinero y armas por todo el planeta. Con todo, ni siquiera el “narco” importará: la narrativa, como comprobó el presidente López Obrador, puede adaptarse, reinscribirse en otro delito que sin embargo contará la misma historia: el “narco” o el “huachicolero” serán indistinguibles, los jefes del siguiente “cártel”, de todos los “cárteles”.
El presente libro propone una historia intelectual de esta persistente narrativa de la “guerra contra el narco” que ha sido utilizada a lo largo de cuatro décadas para justificar la agenda de “seguridad nacional” y su violenta estrategia de militarización, asesinato y despojo. La narconarrativa ha sido parte integral de la política militarista que ha conseguido con éxito inventar la amenaza de los “cárteles de la droga” y la necesidad de combatirlos con un permanente estado de excepción mediante el cual los gobiernos de México y Estados Unidos han legitimado la represión, la tortura y el asesinato. Basado en una investigación de archivos oficiales, reportajes periodísticos, estudios académicos y producciones culturales sobre el tráfico de drogas, el presente libro revisa el arco histórico del lenguaje en el que se inscribe un relato de guerra con personajes intercambiables en lugares variables que configuran la ilusión sobre el “narco” en nuestra sociedad contemporánea. Pongo atención especial a los productos culturales sobre el tráfico de drogas en general y sin distinción porque su importancia en conjunto no debe subestimarse. La narconarrativa prevalece sobre todo a partir del consumo de cultura popular —en particular el cine, las series de televisión y la música—, pero también de las expresiones de “alta cultura” —la literatura y el arte conceptual—, con un grado de consentimiento espontáneo que más que instituido, ha sido apren- dido, interiorizado, y ulteriormente confundido con la realidad.
Desde una perspectiva interdisciplinaria, en estas páginas se examina también el trabajo clave de periodistas, académicos, escritores, músicos, cineastas y artistas conceptuales que han desafiado la explicación oficial sobre el “narco”. Más allá de los “cárteles”, estos intelectuales, comunicadores y creadores han comenzado a cuestionar los alcances simbólicos del sistema político y su responsabilidad en el ejercicio de una brutal violencia de Estado. Junto con ellos, busco contribuir con herramientas críticas para analizar las funciones simbólicas del Estado en el centro de aquello que equivocadamente hemos llamado “narco” y que no es sino una expresión de una práctica discursiva que influye en la manera en que pensamos los sectores ilegalizados de la sociedad. En suma, el presente libro analiza cómo aquello que sabemos e imaginamos sobre el tráfico de drogas es en gran medida el resultado de estrategias dis- cursivas de gobierno que se materializan en violentas políticas represivas que militarizan el espacio público y criminalizan a los sectores más vulnerables de la sociedad, mientras que facilitan la expansión de los intereses particulares de élites político-empresariales. El libro intenta articular una mirada por fuera de la hegemonía discursiva del “narco” y así poder dilucidar la historia del lenguaje que por primera vez enunció esa palabra.
El historiador estadounidense Dominick LaCapra concibe la práctica de la historia intelectual como “una historia de los usos situados del lenguaje constitutivo de textos
significativos”. La etimología de texto, explica LaCapra, incluye el verbo texere, que en latín se refiere al acto de tejer o componer concep- tos, “y en su uso expandido designa a una textura o una red de relaciones entretejidas con el problema del lenguaje”.
En la misma dirección, trazaré los usos situados del lenguaje de la “guerra contra el narco” a través de los do- cumentos oficiales, las políticas de Estado, las notas periodísticas y los productos culturales que fueron constituyendo la narrativa bélica a través de décadas. Mostraré cómo el traficante se fue convirtiendo en el objeto discursivo de una disputa de poderes geopolíticos —la figura de un delincuente literalmente creado por el prohibicionismo estadounidense— utilizado a voluntad por instituciones del Estado mexicano y manipulado por los esperpénticos procesos judiciales de ambos países para sustentar la fantasía del combate a las drogas. Para. ello me adentro en una historia intelectual de la hegemonía que funcionó como la plataforma epistémica de la “guerra contra el narco” entre 1975 y 2020, las fechas que marcan el inicio y el improbable final de la política de militarización para supuestamente combatir a los “cárteles de la droga” y que yo localizo en cuatro eventos cruciales de las décadas de la “guerra contra el narco”.
En la primera parte examino la “Operación Cóndor” y la soberanía sim- bólica que el Estado mexicano ejerció directamente sobre los grupos crimi- nales entre 1975 y 1985. Como se sabe, este evento marcó la primera acción militar binacional entre México y Estados Unidos concebida para erradicar los sembradíos de droga en el llamado “Triángulo Dorado” de las montañas entre Sinaloa, Chihuahua y Durango, desplazando a miles de campesinos y desarticulando comunidades enteras. A partir de esta incursión armada en territorio nacional, el Estado mexicano, propulsado por el intervencionismo estadounidense, concibió una estructura policiaca y política para administrar el tráfico de drogas. Ésa fue, entre otras, una de las atribuciones clave del Ejército y de la policía política del régimen, la Dirección Federal de Seguridad (DFS), fundada en 1947 simultáneamente con la CIA y con la ayuda del FBI. Al revisitar este evento, discuto cómo el Estado mexicano, siguiendo la agenda securitaria de Estados Unidos, dirigió una eficiente política de información policial y militar doméstica que criminalizaba la pobreza al mismo tiempo que instrumentalizaba a los traficantes de droga con fines geopolíticos específicos. Es en estos años que cobran visibilidad traficantes como Miguel Ángel Félix Gallardo, Ernesto Fonseca Carrillo y Rafael Caro Quintero, todos en su momento hombres útiles del perverso sistema de gobierno que dominó y subalternizó a las organizaciones criminales hasta volverlas parte integral de las estructuras mismas de Estado.Mientras que los imaginarios culturales de esos años, sobre todo en los corridos y las películas de bajo presupuesto, narran la vida precaria de los traficantes como sujetos residuales cuya vida se extinguía con rapidez y sin relevancia alguna, el Estado mexicano permitía flujos controlados de droga, armas y dinero en función de las necesidades políticas del país y su imbricada relación geopolítica con Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría. En el anacronismo propio de una serie creada para la era actual de la “seguridad nacional”, Narcos: México es un producto fiel a su tiempo, pero absolutamente ajeno a la época que refiere. El “narco” imaginado en los setenta era un desecho de la economía del “milagro mexicano” que lo colocaba junto con el inventario de los excluidos —la fichera, el pelado, el pachuco—, mientras que el traficante real estaba integrado a las estructuras del poder oficial, dócilmente participando en una economía ilegal controlada por instituciones militares, policiales y políticas. Los traficantes de Narcos no se encuentran en ninguna de esas dos figuraciones, sino en el presente que sólo puede imaginarlos como enemigos domésticos a los que hay que combatir en el nombre de la “seguridad nacional”, un concepto que en México no se relacionaría con el tráfico de drogas, sino hasta finales de la década de 1980.
Pero esa época de disciplina y control tuvo una corta duración. En la segunda parte del libro me concentro en el evento que dislocó profundamente la soberanía estatal: el secuestro y asesinato en la ciudad de Guadalajara del agente de la dea Enrique “Kiki” Camarena. Conforme se agotaba la utilidad de la lucha anticomunista y Estados Unidos reconfiguraba al narcotráfico como la nueva amenaza de “seguridad nacional”, la DFS pronto se convirtió en una obsoleta reliquia de la Guerra Fría que comenzó a obstaculizar la nueva agenda securitaria para el hemisferio a finales de la década de 1980. La muerte de Camarena en 1985 fue el pretexto que Estados Unidos utilizó para forzar el cierre de la DFS. Recientes investigaciones académicas y periodísticas indican que probablemente Camarena fue asesinado bajo órdenes de la CIA para impedir que el agente de la dea revelara parte del programa estadounidense de contrainsurgencia en Nicaragua financiado con dinero del narcotráfico generado en México y Estados Unidos. No sin ironía, el asesinato de Cama- rena fue utilizado por la administración Reagan para obligar a México a transformar su política antidrogas que gradualmente pasó del control policial doméstico a una permanente estrategia de combate militar por todo el país. Con ello se impuso la represiva acción de policías y soldados que transformó simbólicamente a los mismos traficantes en enemigos domésticos que poco antes todavía servían a los intereses de la clase gobernante.
Para facilitar este tránsito, en las siguientes décadas el Estado mexicano concibió una estrategia discursiva, siguiendo de nuevo la política exterior estadounidense, integrando el nuevo lenguaje con el que habría de referirse al narcotráfico públicamente. Hacia finales de los años ochenta ya circulaba en México la idea de un “cártel” que transformó con radicalidad el espacio simbólico del crimen organizado en el país. Con la consolidación del neoliberalismo a mediados de los noventa, otras nociones se incorporaron al imaginario del “narco”: “levantón”, “sicario” y, sobre todo, “guerra de cárteles”.
Esa narrativa pronto adquiriría las funciones de un mito —una suerte de metáfora práctica que naturaliza el discurso de “seguridad nacional”— para reforzar la idea de que los “cárteles” comenzaban a poner en riesgo a la sociedad civil y que incluso podrían intentar desafiar al poder oficial. Ese mito constituye a su vez lo que ahora denominamos “narcocultura”: corridos, películas, ficción literaria y periodismo narrativo sobre la violenta y trágica vida de los “narcos” que irían adquiriendo mayor protagonismo en la vida cultural y política del país.
En la tercera parte me enfoco en la invención discursiva del “Cártel de Juárez” y su “jefe de jefes”, Amado Carrillo Fuentes, en la era de la “seguridad nacional” (1995). Destruida la política doméstica de sometimiento del narcotráfico, el gobierno estadounidense se abocó a la tarea de construir una nueva narrativa en la que los traficantes mexicanos fueron transformados en la primera gran amenaza trasnacional del hemisferio. La aparición del “Cártel de Juárez”, pese al efímero liderazgo de Carrillo Fuentes —muerto apenas dos años después de haber ocupado la atención de los principales medios de comunicación dentro y fuera de México— inauguró una nueva comprensión del “narco” como un horizonte expansivo de “cárteles” y “capos” que, uno a uno, fueron reemplazándose como amenazas de la “seguridad nacional”. Al reconstruir la historia del primer “jefe de jefes”, veremos la artificialidad de su personaje, pero también las hondas implicaciones que dejó en las instituciones políticas de México y Estados Unidos y la indeleble marca constitutiva de los imaginarios culturales actuales sobre el supuesto mundo de los traficantes. No es un azar que sea en estos años que circulan productos culturales que han internalizado esta narrativa. Desde corridos como “Jefe de jefes” (1997) de Los Tigres del Norte, hasta películas como Traffic (2000) de Steven Soderbergh y novelas de ficción como La reina del sur (2002) de Arturo Pérez Reverte, la reconfiguración epistémica que dejó la aparición del “Cártel de Juárez” puede percibirse hasta el día de hoy.
La última parte del libro analiza la “guerra contra el narco” como la con- sumación más radical de este proceso de simbolización que nos alcanza hasta el presente. Sus repercusiones no tienen precedentes históricos: enmarcó la sangrienta militarización del país ordenada en México por el presidente Felipe Calderón (2006-2012) y continuada por el presidente Enrique Peña Nieto (20012-2018), que dejó ese saldo de más de 272 mil asesinatos y más de 40 mil desapariciones forzadas, según cifras oficiales. A dicho horror debe agregarse el oprobio de más de 345 mil personas que han sido víctimas de desplazamiento forzado durante la militarización, como ha demostrado el trabajo de la antropóloga Séverine Durin. El argumento central de esta última parte propone comprender la narrativa de la “guerra contra el narco” como el exitoso mecanismo para generar un consenso colectivo ante la mili- tarización del país promovida por el gobierno de Calderón y respaldada por el gobierno de Estados Unidos a partir de 2008 mediante la Iniciativa Mérida, un paquete primeramente de mil 500 millones de dólares en equipo militar, tecnologías de vigilancia y comunicaciones y entrenamiento táctico para el combate a las organizaciones de traficantes.
Según los investigadores académicos Will Pansters, Benjamin Smith y Peter Watt, la militarización de los últimos 12 años “totalizó la guerra contra las drogas y la violencia”. Calderón extremó la frialdad fascista de su lenguaje: “Costará vidas humanas ino- centes, pero vale la pena seguir adelante”.37 Esta perversa normalización de la violencia ha tenido desde entonces profundas repercusiones en la comprensión generalizada de la militarización en México. Al final de dicho proceso, para culminar este arco histórico, veremos cómo la narrativa de la “guerra contra las drogas” fue adoptada de un modo estandarizado por el periodismo nacio- nal y extranjero con un vocabulario recibido que a la fecha describe conflictos armados inverificables en un Estado que se asume débil y hasta fallido pero que, contradictoriamente, sigue haciendo crecer el aparato de seguridad más grande, preciso y letal de su historia.
Derivados de este discurso, incontables novelas, series de televisión, películas, música y arte conceptual reproducen espontáneamente este imaginario, reificando la explicación oficial de la vio- lencia mediante variaciones sobre “narcos”, sus “cárteles” y su “guerra”. Entendida así, la versión oficial aparece como una estrategia que no está diseñada para cerrar un archivo y dar un “carpetazo”, como comúnmente se dice en los medios de comunicación, sino para movilizar una agenda.
La guerra en las palabras. Una historia intelectual del “narco” en México (1975-2020)
Por Oswaldo Zavala
Grijalbo, 2022, 512 p.