Por Alfredo Espinosa
Jesús Gardea es quizás el mejor escritor que haya nacido en Chihuahua. Fue el biógrafo del sol, y además de escritor, Gardea dibujaba sillas lastimosas y oscuros rostros desolados (en otros lados ya se han expuesto, pero no en su tierra); abría libros de arquitectura y se maravillaba con las catedrales. Era un erudito en la Catedral de Chihuahua.
Una vez le pregunté a Jesús Gardea sobre las diferencias en su manera de hablar y de escribir. Le dije: tú hablas de manera bronca, seca, austera, claridosa, que tiene mucho que ver con el paisaje desértico. Sin embargo, cuando escribes, esgrimes el lenguaje selvático, rico en metáforas, como si en la soledad, cavilando, intentaras precisar lo que dices y las palabras se pulieran.
Y Gardea me contestó: “La escritura es un arte basado en el artificio. Si yo escribiera como hablo, es muy posible que no lograra hacer arte. Si escribo de manera poética y si no hablo igual, me parece muy natural. Este artificio es lo que me permite captar ciertas realidades que con mi lenguaje cotidiano no las podría captar jamás porque esta cargado de pesos muertos, de escombro. Si yo pretendo otra realidad, es natural que tenga que quitar el escombro, limpiar las palabras. De hecho nadie ha escrito como habla: Rulfo, Faulkner, García Márquez, escriben distinto a como hablan. Las batallas con el lenguaje se libran de distinta manera: el lenguaje literario se da en soledad y el otro, el cotidiano, en un medio absolutamente contagiado. Una vez me preguntó Federico Campbell, que si mis personajes hablaban como la gente del norte y le contesté: «A mí eso me importa una chingada. Ellos hablan como tienen que hablar. Ellos son gente de ficción, muertos, lo que sea, pero ellos tienen que hablar como les dé la gana».
El desierto fue para Jesús Gardea (Delicias, Chihuahua, 1939–2001), el país de los espejismos, el libro de sus desasosiegos. Y nos lo legó en páginas deslumbrantes. El sol era para Gardea una mina de metáforas: andaba por Placeres, como por el mundo, despellejando gente, prendiendo fuegos, chupándole la vida al llano. Leer su obra es sentir el infierno que nos corresponde vivir. Hay lumbre en sus libros; sus palabras nos encandilan con luz poderosa.
Jesús Gardea, odontólogo de profesión, era parco y de poco tacto. La crítica lo hizo encabezar la llamada literatura del desierto. Si lo leyeran a fondo sabrían que fue mucho más que eso: fue quien mejor ha tratado el lenguaje castellano y que, en sus últimos libros, apostó como nadie por mantener un libro sin trama, sólo lenguaje urdido como una música de encantamiento.
Gardea era un niño cuando Delicias era simplemente un llano pelón e insolado. “En estos llanos no hay agua ni para el bautizo”, dice uno de sus personajes, pero él echó mano de la liturgia de la imaginación y el agua de las metáforas, y con la fuerza de transfiguración que poseen los creadores, Gardea bautizó a Delicias como Placeres, su pueblo mítico.
La obra de Jesús Gardea es una de las más sólidas y vanguardistas de México, y sin embargo, se mantiene olvidado en el país y en su desierto natal. Desde su muerte, incluso durante su vida, ha habido muy pobre difusión de su obra y han sido muy parcas las reediciones de sus libros. Quizá porque Gardea fue un hombre políticamente incorrecto y un pésimo publirrelacionista que sólo poseyó talento pero careció de marketing y del soporte de las editoriales, instituciones y mecenazgos poderosos. Además, vivió y escribió desde Ciudad Juárez, Chihuahua, por lo que para el Distrito Federal, siempre mirándose en el lago de su halago, fue un cuautitlamense más. Y en su tierra, las precarias instituciones culturales no se han interesado en su obra ni se han percatado de su estatura de artista. Tampoco sus directivos, por sus enormes insuficiencias en sus formaciones culturales, y por su ya legendario desprecio por los artistas.
Murió durante el sexenio de Patricio Martínez, uno de los hombres que más se ha amado a sí mismo y más ha despreciado la cultura, por eso en Chihuahua pasó casi inadvertida la muerte de uno de sus más grandes artistas. En Delicias, su tierra, La Casa de la Cultura llevaba su nombre por iniciativa de los artistas locales, pero llegó un presidente municipal de nombre Guillermo Márquez y decidió quitárselo.
Seguro de su trascendencia, Jesús Gardea no disputó a nadie las efímeras celebridades locales. Mantuvo una estricta distancia con el Príncipe en turno, sin acudir al tilín (como gustaba referirse a esos eventuales convites que realizan los políticos en un afán de sacudirse lo bárbaro) para compartir con ellos las glorias de de un poder siempre fundado en la simulación.
Jesús Gardea solía escribir frente a una pared desnuda de su casa en Ciudad Juárez. Su imaginación convertía a los muros en espejos, lienzos, ventanales, por donde se asomaba a los extensos desiertos florecidos de espejismos. En las tierras flacas engorda el espíritu. Las tierras baldías son tierras de necesidad. Todo es deseo e imaginación. El silencio y la soledad de los paisajes inconmensurables provocan un carácter caviloso que el escritor aprovechaba para diseccionar sus mundos soterrados, sus objetos de tentación, las presencias que lo perturban. Rumiaba sueños, precisaba voces y cavilaba. La amplitud del paisaje se convierte en el alma en profundidad. La estética del desierto es la poética de la ensoñación. Bachelard escribe: “En el alma distendida del que medita y que sueña, una inmensidad parece esperar a la imágenes de la inmensidad. El espíritu ve y revé objetos. El alma encuentra en un objeto el nido de su inmensidad”.
En el desierto la escritura es el mejor antídoto contra el soliloquio. Y Gardea transforma el llano en una forma viva y habitable; en una selva desbordada de lenguaje rico en imágenes y metáforas. En la incandescencia del sol, entre las tolvaneras, el flogisto y las reverberaciones de un calor sin sosiego, en la asfixia de atmósferas opresivas, se aparecen sus personajes colgando de la mano del destino. Delgado hilos los sostienen y a veces no alcanzan a tocar el suelo. Dan la impresión de ir en vilo, a ras de la tierra, y como si al próximo paso se fueran a desbarrancar en locura, pero como dice Leandro: “cada quien trae su caminito y sabe seguirlo por muy enredado que esté”. Sus personajes pueden, si se les da la gana, enfantasmarse en pleno día. Para grabarse las cosas importantes las repiten insistentemente, no porque sean duros de cabeza sino porque la tienen muy honda. No los mueve el hambre; cuestiones metafísicas los orienta al imán de la desgracia. ¿Qué son, quiénes son? ¿Fantasmas, sombras, simulacros? Son muertos vivos dice Jesús Gardea y no da razón de ellos pero tampoco el desierto de sus espejismos o el corazón de sus designios. Son personajes solitarios, rumiadores que se entretienen largamente en los objetos de sus deseos, en las recordaciones de esos frutos de la ausencia que son las mujeres jóvenes y antojadizas que desbordan la perenne hambre de los hombres solos. De soplos son sus personajes, de carne de estos polvos, de alma de esta luz.
Los hombres de Placeres desconfían de todo, incluso de sí mismos. Las sombras suelen serles infieles. Cuando los hombres se juntan en Placeres se hablan de usted y generalmente por el apellido, midiendo las intenciones. La conversación es un forcejeo, una áspera negociación para dirimir asuntos de poca monta. La agresión siempre está agazapada y salta en cualquier momento. Entre ellos están presentes los rencores, las envidias y la cizaña.
El clima de Placeres no es para el bullicio sino para que florezca el ermitaño interior de cada ser y surja el manantial de vientos buenos y malos que el hombre lleva en su corazón. La soledad es la madre de todos los desvaríos, “le jode el juicio al más pintado. Total cada quien es libre de enloquecer como mejor le cuadre”.
Rulfo y Gardea compartían visiones y ambos vislumbraban el México profundo. Tanto Comala como Placeres develan mundos por muchos inadvertidos, que sin embargo conviven y conforman otros más reales. “La literatura –solía decir- da noticia de los muertos”. Lucina, la echadora de naipes de su novela Soñar la Guerra, cuya trama recrea la muerte de Emiliano J. Laing, alcalde de Delicias quien se levantó en contra de uno de los tantos fraudes electorales, dice “En Placeres nadie sabe nada de nadie. Pese a la apariencias, cada quien vive como encerrado en una celda, carceleros del viento, el sol del verano, y todos los años repletos de días que una gasta en gastarse. Placeres es una tabla de sobrantes de cuando Dios fabricó el mundo. Tabla sembrada de nudos. Ni para quemarse sirve”.
Su prosa era suave y delicada como un perfume. Vivía en la calle de Las Rosas, en Ciudad Juárez, y tenía fama de hosco y gruñón. Por eso en el barrio y en la ciudad se le conocía como el Ogro de las Rosas.
Desde que Gardea murió, Placeres, el pueblo mítico que él fundó y del cual él mismo fue su profeta, se siente más huérfano que nunca. Yo todavía lo visito. Es un pueblo abandonado como una vieja y varada barca de la desdicha, y sin embargo, con el aura mágica de Macondo o Comala. Su construcción es del material más perdurable: una prosa elegante y vivaz que devela con relámpagos de poesía los pliegues recónditos del lenguaje y la alucinada realidad del desierto.
Jesús Gardea: Nota bibliográfica
Para quien se interese en este gran escritor chihuahuense, aquí se anotan algunas de sus obras: es autor del libro de poemas, Canciones para una sola cuerda (1982); de los libros de cuentos, Los viernes de Lautaro (1979), Septiembre y los otros días (Premio Xavier Villarrutia, 1980), De alba sombría (1985), Las luces del mundo (1986), Difícil de atrapar (1995) y Donde el gimnasta (1999); y de las novelas, El sol que estas mirando (1981), La canción de las mulas muertas (1981), El tornavoz (1983), Soñar la guerra (1984), Los músicos y el fuego (1985), Sóbol (1985), El diablo en el ojo (1989), El agua de las esferas (1992), La ventana hundida (1992), Juegan los comensales (1998) y El biombo y los frutos (2001).
La ilustración es de Asael Hernández. Fue publicada en el número 453 de la revista Día Siete, en 2009.